martes, 30 de noviembre de 2010

FAUSTO


Como cualquier lector, yo soy también caprichoso e impulsivo. No sé por qué, hace tres o cuatro años, compré una edición en Siruela titulada Historia del doctor Johann Fausto (1587). Algo debió llamar mi atención entonces. Quizás la portada donde tan acaloradamente dialogan Fausto y Mefistófeles, detalle de una edición holandesa de ese libro popular ("volksbuch"). Y descansó el ejemplar, destinado a fondo de biblioteca, sin siquiera haberse ojeado, varios años en una de esas cajas marrones de las mudanzas, adonde fueron a parar numerosas reliquias y algunas ilusiones.
Por azar, desempolvé el libro editado por Spies hace semanas y disfruté la historia, primer eslabón en la larga cadena de acuñación del mito literario. Fausto vende su alma al diablo por afán de conocimiento. El anhelo de trascendencia frente a la inmanencia limitadora de la existencia humana palpita en cada página, en toda línea. Y lo curioso del caso no es que Fausto venda su alma, sino que haya demonio presuroso que se la compre. No sé yo si Belcebú querría siquiera recibirme, no imagino ya que pueda darse prisa en cerrar una transacción de compra-venta conmigo. Pero mi ser -lo reconozco- es más medieval que renacentista, no tengo remedio. Asumo el fin, acato mi destino y espero a la muerte para la gran danza macabra final, sin rebelarme. Dócil como un perrito faldero. Guau, guau.
Por impulso lector, tras el Fausto de Spies, llegué al de Goethe, pasando por el de Marlowe, para acabar en el de Thomas Mann, donde actualmente resido algunas tardes y noches. A pesar de las diferencias sobre la salvación o condena del personaje, me sigo repitiendo lo mismo: qué alto precio paga el demonio por cosa de tan poco valor como el alma humana. Qué mal compra, pobre diablo.