Llevo semanas releyendo a Cernuda, es decir, reencontrándome con el yo adolescente que descubriera al poeta, sintiendo la brecha de su soledad como entonces (sin anhelar ahora convertirme en un solitario pero ya casi abismado en uno).
El cincuentenario de su muerte despliega un racimo de actos en Sevilla; asisto a algunos y me recuerdo con quince o dieciséis años recitando los versos de "Si el hombre pudiera decir" o "Te quiero". Y Paco canta "Qué ruido tan triste" mientras Roberto selecciona unos pocos fragmentos de Ocnos.
Nos ha pasado el tiempo, leo Por la parte de Swann y evoco un eco de Combray en "Los espinos" (antes de saber por Fernando Ortiz que Cernuda leyera a Proust traducido por Salinas y que junto a la escalerilla de Kelvingrove Park reverdecían a su paso, camino de la Universidad, en aquellos años de exilio en Glasgow). A pesar de la erudición, más allá de lo intuitivo, sigue emocionándome de unos versos tan simples la desnuda sencillez, hondura sólo alcanzable por un maestro.
Nos pasa el tiempo. Curioseo las casetas de la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión y la novedad de ayer me asalta como despojo de hoy. De una pila de Austral extraigo El Laberinto de las Sirenas de Baroja, ante los atónitos ojos de Guillermo Pérez Villalta que contempla el arriesgado equilibrio y a quien espeto un malos tiempos para don Pío. Pendiente de compra, me encuentra la última entrega de Pablo Gutiérrez trocada en libro de lance por siete euros, no existe más hermoso final para la palabra que estar siempre al acecho.
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