Mi amigo N me cuenta que ha invitado por su cumpleaños a cenar a su novio. Una velada romántica en un nuevo restaurante de Sevilla, en la Alameda de Hércules. Donde antes campaban putas, yonquis y se ponía el rastro, ahora pasean gafapastas, modernitos y muchos perros sin correa. El viejo bulevar renacentista se ha reconvertido desde hace años, ya sin albero, en un nuevo sitio de moda repleto de bares.
Recuerdo todavía esos inicios balbuceantes hacia la transformación: las putas sentadas todavía a la puerta de sus casas de trato, el bar La Gallega y sus bolas picantes (insalubres pero muy baratas), el rastro de los domingos y las hogueras del sábado. Un tipo del mercadillo vendía piedras a diez duros. Las cogía del suelo, las lavaba en una palangana y siempre había alguien dispuesto a comprar alguna (yo mismo, en cierta ocasión). La guasa de Sevilla (en Cádiz tenemos la gracia).
Mi amigo N ha pagado por la cena para dos cien euros. Una cena escasa de nouvelle cuisine pero con una presentación y un trato exquisito. Me advierte que soy de los pocos amigos que le comentan que es un abuso. Le explico que la culpa de todo lo tiene el Peta Zeta. Cuánto daño nos hizo, me lamento. Se ríe e, interiormente, confirma sus sospechas sobre mi desequilibrio mental. Me explico mejor. Cuando éramos niños llegó al kiosko el Peta Zeta. No tenía un gusto especial que lo diferenciara de otros caramelos. Pero el Peta Zeta se hizo un hueco y forjó nuestra sentimentalidad culinaria. Lo comprábamos porque chisporroteaba en la boca, no por su sabor. Peta Zeta, el caramelo que peta. Esos niños rondamos hoy la treintena. Somos la generación Peta Zeta. Exigimos tomar la tortilla de patata a sorbos en un chupito.